sábado, 30 de abril de 2011

El Sindicalismo, en el centro de la escena...

Péguele a Moyano


 Por Luis Bruschtein
Como dice Vargas Llosa, el nivel de barbarie en el que está sumida la Argentina surge de manera ostensible si comparamos que en el mismo día de ayer las masas británicas se convocaron para festejar alegre y civilizadamente una boda en su familia real, en la monarquía que los adorna, mientras que aquí en esta Argentina barbárica se realizaba quizás el acto más grande del Día de los Trabajadores que se haga en Sudamérica.
Y el acto fue encabezado por un ser demonizado por los medios, acusado de piantavotos para la clase media, enemigo del establishment y de los políticos que hacen campaña a su costo. Cualquiera que quiere posar de prócer de la ética sigue el consejo del “péguele a Moyano”. Como dijo el susodicho en su discurso: “Nos vienen a hablar de moral con la bragueta abierta”.
Tanta palabra hueca, tanto desprecio y oportunismo barato, tanta campaña para autoconvencernos de que somos deleznables, termina por generar simpatía por lo que se critica o sea, por esta supuesta barbarie que por primera vez en muchos años incluye en todos los sentidos en vez de excluir, como sucedía cuando Argentina era “civilizada”, en los ’90, en la Década Infame o en la dictadura. Y tanto encarnizamiento con Moyano lleva a pensar también que algo bueno debe tener.
El ensañamiento con Moyano tiene algo del sentido común de una clase media colonizada por una cultura dominante que encuentra siempre sospechosas las formas de participación u organización de los sectores populares. La corrupción nunca está en los directorios de las grandes empresas o de los bancos o los organismos financieros internacionales. Los “investigadores implacables” van siempre tras estas formas de expresión de poder popular. La sospecha recae siempre allí. Hay políticos supuestamente progresistas y otros no tanto que basan toda su carrera en perseguir sindicalistas corruptos, que serían todos menos uno o dos que servirían para desmentir el fondo de la cuestión, que es el antisindicalismo o el antipiqueterismo. Y no se trata de beatificar a Moyano, sino de sacar del medio esa sospecha ignorante que no tiene nada que ver con las luchas por la democratización en el movimiento obrero.
Una columna de trabajadores atravesaba ayer el barrio de San Telmo para llegar a la 9 de Julio. Los vecinos se asomaron para verla pasar y la actitud de estos buenos vecinos era como si estuvieran viendo la caravana del circo con la jaula de los monos. Entonces, uno de los trabajadores les gritó con ironía: “¡Vengan, vengan, que nos pagan cien pesos!”. La ironía del supuesto “mono” fue tomada como literal por los supuestos “civilizados”. Entonces uno se pregunta quién es el mono y quién el civilizado, porque fueron muchos los periodistas de las radios que chachareaban sobre la concentración obrera y aseguraban la desmesura de que a los cientos de miles que estaban en el acto les habían pagado para que fueran.
Todas estas mezquindades también llevan a hablar de la baja calidad del voto de los pobres y otras tilinguerías de mediopelo. Es falsa la discusión de buena fe en la maraña de esa forma de pensar culturalmente subordinada al statu quo que concibe a todos los piqueteros y los gremialistas como corruptos por naturaleza, menos a los dos o tres que simpatizan con ellos. Como si la corrupción estuviera en la naturaleza de las organizaciones sociales y los honestos fueran la excepción. Cualquier forma de organización popular cae bajo sospecha por el mero hecho de serlo. O sea, son corruptas porque son organizaciones sociales.
Seguramente algún biempensante sonreirá con superioridad si lee estas líneas. Y bueno, que arme una lista opositora y desbanque a los gremialistas que según él serían tan odiados por sus bases. Cuando lo intente, verá que no es tan fácil y que tampoco las cosas son tan burdas como las creía.
Por fuera de esta suma de prejuicios y visiones arbitrarias, que solamente tienen consistencia porque están justificadas por un sentido común dominante que cualquier intencionalidad democrática necesita eliminar, hay un debate verdadero en el seno de los movimientos sociales, y del movimiento obrero en particular, que tiene que ver con un proceso necesario de transformación. Ese debate tiene muchos protagonistas, ya sean los sectores clasistas, la CTA, el sector combativo de Moyano, el grupo de los Gordos o la CGT de Barrionuevo.
El sindicalismo argentino tiene dirigentes que se eternizan al frente de sus gremios, que a veces son socios de las patronales a través de empresas tercerizadas o proveedores de salud. Hay manejo displicente de los fondos gremiales, que producen enriquecimientos inexplicables o simplemente enriquecimientos, porque es difícil que un sindicalista se pueda enriquecer. Todo eso demuestra que la estructura sindical necesita reformularse.
Moyano ha sido el más demonizado, a pesar de que no es el peor de la clase. La corriente gremial que representa, la del peronismo combativo, más de una vez se movilizó cuando los demás se replegaban. Así lo señaló Moyano en su discurso ayer, cuando recordó al Grupo de los 25 y la huelga que convocó contra la dictadura, que fue la primera contra los militares. Los gremios combativos fueron también los primeros que se movilizaron contra la dictadura de Onganía y fueron de alguna manera la semilla de la CGT de los Argentinos, de la que algunos de ellos, no todos, formaron parte. No integraron el sector más radicalizado del peronismo, pero en muchas situaciones fueron sus aliados, como Atilio López, el desaparecido vicegobernador de Córdoba y dirigente de la UTA, o el textil Andrés Framini, por solamente nombrar a dos entre muchos. Y es interesante señalar, por ejemplo, que la Juventud Sindical que dirige el hijo menor de Moyano reivindica explícitamente los programas de La Falda y Huerta Grande, con los planteos de los agrupamientos combativos y revolucionarios del gremialismo peronista de la Resistencia. Sin hacer tanta historia, en la época del “voto cuota” durante el menemismo, Moyano puede mostrar que siempre se opuso, al punto de llegar al borde de la fractura de la CGT, al fundar el MTA para desprenderse de la conducción de los sindicalistas menemistas.
La CTA fue más clara sobre esa problemática y sobre otras, ni Moyano ni la corriente que lo impulsa son indiscutibles. Pero tampoco la CTA lo es ni ninguna otra corriente en un debate que se da en forma permanente y que tiene muchas expresiones, como ahora con la discusión por la regulación de las prepagas o la participación de los obreros en las ganancias de las empresas. Estas medidas, que fueron mencionadas también en el discurso de Moyano, junto a otras muy progresivas, son apoyadas por la CGT. Los que se oponen usan la campaña de desprestigio contra Moyano como principal recurso para frenarlas. En una supuesta campaña contra la corrupción ocultan sus intereses mezquinos. Ser juez de la corrupción es más épico que decir que la medicina tiene que ser mercantilista o que, por naturaleza, los trabajadores tienen que compartir las pérdidas, pero nunca las ganancias.
Lo real es que la campaña granmediática de desprestigio contra Moyano ha sido efectiva, más que los esfuerzos antiburocráticos de los pequeños agrupamientos clasistas o las críticas de la CTA. Esa campaña convirtió a Moyano en una paradoja en dos patas. Es el dirigente con más capacidad de convocatoria en todo el país y al mismo tiempo, en lo específicamente político, es uno de los que tienen mayor imagen negativa. Y sin embargo, hasta hubo algún dirigente clasista que reconoció que sus propias bases quisieran estar en el gremio de los camioneros por la eficiencia en la defensa de los intereses de sus afiliados.
Si el acto de ayer fue una demostración de fuerza, logró su objetivo. Pero es muy difícil trasladar la representación gremial a la política. Lo saben los clasistas, cuyas bases son peronistas, y algunos dirigentes gremiales del centroizquierda antikirchnerista, cuyas bases no votan a sus candidatos sino a Cristina. Pero seguramente el armado de las listas tendrá en cuenta el acto de ayer, que levantó tantos rubores y avemarías en vargallosistas y biempensantes.

PAGINA 12 - 30 de abril de 2011

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-167340-2011-04-30.html

miércoles, 27 de abril de 2011

La igualdad, la democracia y los incontables de la historia

Por Ricardo Forster *
1 Reflexionar políticamente sobre la cuestión, siempre acuciante, compleja y litigante de la “igualdad”, implica acercarse a su núcleo olvidado y, también, a aquello que la sigue colocando en la dimensión de lo subversivo, es decir, de lo que no puede ser reducido a la lógica despolitizadora del capital-liberalismo. Supone interpelar lo que de la democracia se pone en juego cuando la inquietud gira alrededor de la suma de los muchos en un sistema de cuentas que suele eludir la aritmética de los iguales en nombre de una naturalización de la desigualdad. Pero lo hace también asumiendo la diferencia y la diversidad como proliferación de multiplicidades en el interior de los iguales y nunca como negación homogeneizadora, abriendo, de ese modo, el puente de ida y vuelta entre la igualdad y la libertad, esa extraña pareja que se ha llevado tan mal a lo largo y ancho de la historia, pero de cuya intercambiabilidad depende el destino de la propia democracia.
Vemos de qué manera la democracia es un espacio de litigio, pero también descubrimos su núcleo libertario en consonancia con la exigencia que la marca desde los orígenes y que se relaciona con la parte de los que no tienen parte en la suma de los bienes materiales y simbólicos, en ese plus que desestructura lo establecido, que desfonda lo que se ofrece como acabado y que se muestra como proliferación de formas abiertas. La democracia desplegada a lo largo de la historia no ha dejado de mutar y de buscar, una y otra vez, formas capaces de expresar lo inexpresable de su modo incompleto de ser. Su potencia recreadora se corresponde con el rebasamiento de los límites, con ese más allá de la ley que, sin embargo, no ha dejado de constituir uno de sus focos conflictivos allí donde los dominadores de cada época buscan cerrar el proceso de regeneramiento y de reinvención que permanentemente sacude a la vida democrática.
Pensar la democracia como lo ya establecido, cerrarla y acorralarla en el interior de fronteras definidas de una vez y para siempre ha constituido la contrautopía del poder. Los incontables han sido los portadores del ensueño igualitario que se guarda en la promesa originaria de la invención democrática (asumiendo, en su travesía por la historia, las diversas características de los ciudadanos no propietarios de la antigua Atenas, de la plebe romana, de los siervos de la Edad Media, de los pobres y miserables de los primeros tiempos del capitalismo, de las muchedumbres revolucionarias emergidas de lo más profundo del Tercer Estado, de los proletarios de una época dominada por la industria, de las masas desarrapadas y anónimas de las vastas regiones coloniales y semicoloniales, de los parias y de los explotados de todos los tiempos, de las multitudes de ayer y de hoy que siguen mostrando que algo no funciona en la aritmética de la democracia allí donde hay una parte, la mayoritaria, que se queda fuera de la suma).
Esos incontables que han atravesado, bajo diversas metamorfosis, el tiempo de la explotación y la desigualdad, constituyen lo irrepresentado del orden republicano, el lugar de los que no tienen lugar, el nombre de los que carecen de nombre porque son arrojados al anonimato de lo inconmensurable. El discurso del poder, su trama ideológica más decisiva ha buscado, desde siempre, invisibilizarlos o, cuando no lo ha logrado, expulsarlos de la decisión racional arrojándolos a los márgenes de la barbarie. Han sido, y siguen siendo, los bárbaros, los negros de la historia, la fuerza del instinto que amenaza quebrarle el espinazo a la ley de la República llevando a la sociedad a un tiempo sin tiempo de la noche civilizatoria.
Son el espanto y lo espectral de una memoria que insiste con recordarnos la violencia que se guarda en lo más profundo e íntimo de las multitudes. Es desde ese miedo a la anarquía, a la locura del desorden de los muchos, al rebasamiento de los controles que se fue montando el contradiscurso neoconservador de las últimas décadas del siglo XX; un discurso que ha buscado desactivar la tradición de las rebeldías y de las insubordinaciones de aquellos que, al moverse como masa compacta y diversa, arremeten contra la estructura del sistema. Miedo, entonces, al regreso del sujeto activo y consciente de sus demandas y de su fuerza (aunque, y eso ya lo sabemos, no se trate de un sujeto unívoco ni signado por el “sentido” de la historia articulado con la verdad esencial de su destinación), de aquel que cuestiona con su sola presencia en la escena pública la transformación de la política en administración, en la acción contable de los gerentes que se dedican a gestionar, bajo distintas formas de ingeniería social, aquello que llamamos “la sociedad”.
Por eso, bajo el nombre de democracia se dicen cosas muy disímiles. Para unos es el cierre del horizonte imprevisible de la era de las revoluciones y la llegada al puerto seguro de la economía mundial de mercado enhebrada con la forma liberal-republicana como quintaesencia del ideal democrático. Para otros es, como siempre, un desafío sin garantías, una apertura permanente del horizonte de la inteligibilidad para aventurarse por nuevas regiones de la acción y del sueño transformador. Para los primeros, la historia ya está sellada. Para los segundos, el tiempo de esa misma historia sigue sin realizarse allí donde la promesa de la redención continúa dibujándose como proyecto inconcluso. Para unos, la democracia es sinónimo de orden y seguridad, es decir, mutación republicana que debe ocuparse incansablemente de custodiar las amenazas que ponen en riesgo su legitimidad. Para los otros, el movimiento, la subversión, la conmoción y lo inesperado constituyen la fuerza vital de la democracia que es vivida no como perfección sino como confusión.
2 Girando nuestra perspectiva hacia América latina (hasta ahora el centro de la resistencia contra las políticas neoliberales, resistencia que en estos meses calientes se despliega también en gran parte de los países árabes señalando la radical puesta en cuestión de un dispositivo de dominación que durante décadas sostuvo y fue cómplice de los mismos regímenes a los que ahora crítica y denuncia) podemos descubrir rasgos semejantes entre nuestros progresistas capaces de denunciar la envergadura explotadora y corrosiva del capitalismo mientras rechazan, con indignación neopuritana, la aparición de movimientos de raíz popular que, con sus desprolijidades y sus impurezas ideológicas, cuestionan en sus prácticas reales al sistema aunque todavía no lo hagan de ese modo “radical” tan caro al purismo de nuestros progresistas (quizá lo hacen del único modo que lo pueden hacer después de décadas de reconstruir pacientemente el daño producido por una cuantiosa derrota histórica que no dejó intocadas las ideas popular-emancipatorias).
El dominio de la ideología de un capitalismo posproductivo traía como una de sus consecuencias fundamentales un doble vaciamiento: de la política como lenguaje del conflicto y del sujeto social capaz de encarnar la disputa por la igualdad. Lo que resultó intolerable de la irrupción kirchnerista fue su a deshora, la absoluta anacronía de su presencia en un tiempo de clausura en el que sólo podía ser reconocido el pueblo como objeto de estudio de historiadores y antropólogos, de sociólogos y psicólogos pero ya no como sujeto del cambio histórico. En ese retorno de lo inesperado, en esa vuelta de tuerca de lo ausente, radica el escándalo de lo que en otro lugar he llamado “el nombre de Kirchner”. El litigio que atraviesa la vida democrática, invisibilizado pacientemente por los dispositivos ideológico-culturales del sistema, se ha vuelto a hacer presente recobrando, en parte y bajo nuevas perspectivas e invenciones, lo que desde siempre se guarda en la memoria de las multitudes y que, bajo determinadas circunstancias, vuelve a emerger para reintegrar la parte de los incontables en la suma de la distribución.
Un progresismo que terminó por reducir la democracia a su variante republicana e, incluso, redujo la propia idea de república a su forma más estanca y conservadora. Un progresismo que después de “recuperarse” de la borrachera revolucionaria transformó dramáticamente su mirada del mundo y de la historia hasta arrojar al tacho de los desperdicios aquellas ideas y aquellas luchas que tanto lo habían conmovido en un pasado no tan lejano pero que, ahora y bajo las seducciones de la sociedad global de mercado, habían mutado en testimonio del horror totalitario, en desvarío homicida (acoplado a las interpretaciones liberal-conservadoras de la historia moderna, nuestros progresistas aceptan la homologación, propuesta por esa ideología, entre movimientos revolucionarios, cuya matriz originaria la constituyó la Revolución Francesa, y las diversas formas del totalitarismo). Para muchos progresistas de la era neoliberal significó instalarse en la comodidad de sus profesiones académicas y/o liberales (como se decía antes) desde las cuales fueron destejiendo los telares tejidos en una etapa de la historia cerrada por la llegada de un realismo adulto. Seguridad y tranquilidad que fueron convirtiéndose en rasgos de carácter, en afirmación de una nueva sensibilidad a contramano de una memoria que les recordaba las épocas del sobresalto. Si el precio a pagar era el de la lucha por la igualdad, lo pagarían. Si la consecuencia era destituir lo que otrora fue el reconocimiento del papel de las multitudes en las grandes gestas transformadoras, lo harían justificando teóricamente la decisión al convertir a esas mismas masas populares, antes garantes de la libertad y el cambio histórico, en fuerzas ciegas y manipulables, en aluviones pasivos de multitudes dirigidas por líderes populistas o, peor todavía, en masas telemáticas absolutamente vaciadas de toda conciencia.
Para los progresistas, arrojados con cuerpo y alma a las aguas puras del ideal republicano-liberal, la genealogía de las resistencias populares encontraban su legitimación sólo y en cuanto habían contribuido a la realización histórica de la democracia (restringida de acuerdo con esa matriz de “orden y progreso” portada por las clases dirigentes), pero se volvían sospechosas allí donde habían rebasado los límites permitidos y habían mezclado de forma alocada los distintos condimentos de la vida social. En nuestra actualidad, esas mezclas asumen los rasgos del “maldito populismo”, la destilación más degradada, así lo leen, de las tradiciones populares que abandonando su antigua matriz emancipatoria (clausurada de una vez y para siempre de acuerdo con las pautas ilustradas) se lanzaron, en tanto multitudes ciegas, a los brazos de dictadorzuelos bizarros o de aventureros inimputables capaces de travestir los ideales revolucionarios, de utilizar sus memorias más encendidas y venerables, para desquiciar la vida republicana, vaciar la democracia y enriquecer sus arcas privadas. Para los progresistas se trata de la llegada de los impostores que han logrado imponer un lenguaje de la impostura manipulando a su antojo los deseos de unas masas atrasadas que no han podido salir, todavía, del tutelaje y del clientelismo.
Sin siquiera sonrojarse eligen el partido de los dueños de la riqueza y del poder real para enfrentarse a los “usurpadores de las tradiciones libertarias”. Algunos de ellos, autodesignados como custodios de la verdadera tradición revolucionaria o nacional-popular, no dudan en aliarse con las derechas a la hora de buscar la destitución de gobiernos caracterizados como impostores y falseadores de la memoria popular. Incapaces de leer las complejidades de esta etapa de la historia, y más incapaces para descubrir las impurezas de la lucha política, salen al ruedo afirmando su condición de “verdaderos exponentes de las ideas revolucionarias” y denunciando a los gobiernos que en la actualidad sudamericana, con sus idas y vueltas, con sus logros y sus errores, han reabierto el surco de la historia emancipatoria, como los enemigos a derrotar, como portadores de una peste que infecta a los pueblos. Aquello que dicen de los Kirchner en Argentina, también lo dicen, los respectivos “puritanos”, de Evo Morales en Bolivia o de Correa en Ecuador. Ni Chávez ni Lula, que también han contribuido, con sus peculiaridades, a la riqueza de este momento latinoamericano, escapan a estas caracterizaciones.
Pero también –los progresistas que se han vuelto liberalrepublicanos–, en la continuidad de su profundo rechazo de lo que otrora fueron los ideales de la revolución, asumen, como propia, la mirada prejuiciosa de las clases ricas respecto de la emergencia de movimientos populares que buscan, bajo nuevas experiencias y nuevos lenguajes que se enhebran con sus historias, avanzar en sumar a los que no participan de la distribución. Un doble rechazo atraviesa su visión: de la idea de igualdad como centro nuclear del litigio democrático (de una igualdad que apunta a lo que no se reparte de lo material y de lo simbólico) y de la potencia regeneradora de vida colectiva que se guarda en el interior de la reconstitución del pueblo. Sin siquiera percatarse de ello han adquirido los prejuicios que antes de ayer repudiaban. Para ellas el fin de la era de las revoluciones, su inevitable crepúsculo, no significa la imperiosa necesidad de buscar nuevas maneras de resistir a la injusticia y de avanzar hacia el sueño de otra sociedad, sino la asunción, lisa y llana, de un fin de la historia entendido como llegada, nos guste o no, al puerto del mercado global y de su socia inevitable, la democracia liberal. Lo demás es violencia, populismo, desorden y autoritarismo.
* Doctor en Filosofía, profesor de las universidades de Buenos Aires y de Córdoba.

PAGINA/12 -27/04/11  

domingo, 24 de abril de 2011

El Rol del Estado... Seguimos con Vargas Llosa

Hood Robin o los populistas del mercado


 Por Mario Rapoport *
Si Moisés bajó del Monte Sinaí trayendo las tablas de la ley, al menos no se creía su autor, se las atribuía a una autoridad divina. En cambio, el economista austríaco Friedrich von Hayek siguió un camino inverso cuando organizó desde 1947 reuniones anuales de economistas y empresarios a los pies del Mont Pelerin, en Suiza.
Era un nuevo credo que no provenía de un dios sino de un hombre, aunque muchos veían en él al dios del mercado y del individualismo. Uno que proclama el triunfo del derecho de propiedad sobre el de comer y tener una vida digna, o que señala que para mantener una sociedad libre sólo basta con establecer reglas de “justa conducta” impuestas a todos los ciudadanos por igual, aunque predominen las desigualdades.
Para Von Hayek, el Estado no debe tener ninguna injerencia en la actividad económica y la libertad individual (de propiedad) no depende de la democracia política. Por el contrario, es necesario que prevalezca sobre ésta si resulta perjudicada por el voto de la gente (por eso las cálidas relaciones del iluminado economista con dictaduras como la de Pinochet).
Un economista liberal decía hace unos años que Hayek y la Sociedad del Mont Pelerin eran al siglo XX lo que Karl Marx y la Primera Internacional fueron al siglo XIX. Y en parte tuvo razón: el fantasma que recorrió el mundo en los últimos tiempos produciendo devastaciones económicas parecidas a las de los tsunami no fue el del comunismo sino el del neoliberalismo, la doctrina que abreva en las ideas de Von Hayek.
Todo esto venía a propósito de Vargas Llosa, y la coincidencia de su doble presencia en Buenos Aires, donde el Obelisco elevó su estatura y se transformó en un nuevo Mont Pelerin, permitiendo además al escritor hablar del liberalismo, el populismo y otras yerbas por el estilo en la Feria del Libro. Tendría atrapado un público mucho más amplio que los miembros de su decadente sociedad y mataría dos pájaros de un tiro. La mayoría de la gente seguiría viéndolo como Premio Nobel y unos pocos amigos como compinche.
A eso hubiera querido dedicarme aquí, a hablar sólo de Vargas Llosa y de Von Hayek y a tratar de explicar por qué el paraíso prometido por el neoliberalismo fracasó tanto como el del “socialismo real”. Ya tenía un argumento, Von Hayek era el Marx de nuestra época, sólo que al estilo Hood Robin.
Pero, cuando iba a seguir escribiendo, algunas lecturas y películas recién vistas me embrollaron las ideas. Un antiguo economista de izquierda, ahora reconvertido, nos dice desde un diario de la derecha tradicional que el populismo fracasa porque para distribuir ingresos primero hay que acumular. Populismo sería, para él, distribuir sin acumular. Claro que el problema surge cuando nos preguntamos a qué tipo de distribución nos referimos.
Y entonces veo una película rusa-francesa que se llama Concierto y me alegra muchísimo saber que en el mundo donde reinaba el totalitarismo ahora todos son libres. Eso sí, muchos se mueren de hambre y ni siquiera pueden ejercer su profesión y deben limpiar letrinas, mientras otros organizan bodas gigantes para cientos de personas. Estos son los antiguos tecnócratas que se quedaron con la torta de la boda gracias a gente como Von Hayek: la propiedad es sagrada si uno consigue robarla a tiempo.
Cada vez nos resulta más claro; la cuestión no está en la dicotomía acumulación-distribución, sino en tener una idea más precisa de acumular para qué y distribuir para quién. Una cosa es acumular en beneficio de los que se quedan con los dividendos o los altos sueldos de las grandes empresas. O para que esos frutos del progreso técnico se derramen en las cañerías del lavado de dinero y la criminalidad; deterioren en forma salvaje la nave espacial en la que vivimos, o permitan armar unas cuantas guerras para lucrar con las vidas de otros. Eso no es populismo. Será porque se trata de una palabra que asocia a muchos y los que disfrutan de esta suerte de populismo son pocos.
Pero nuestros sabios economistas se olvidan de que los ilustres fundadores de su ciencia, que es la economía política, eran en su época unos malditos populistas. En su lucha contra el monopolio colonial y las monarquías absolutas, el laissez-faire de Adam Smith representaba el populismo de los sectores medios: industriales, comerciantes, profesionales, etc. Qué mejor que liberar las fuerzas del mercado para abatir a tiranuelos y favoritos que se llevaban la mayor parte de la torta.
Peor aún sucedió con las peligrosas ideas de su colega David Ricardo, que se dio cuenta de que los aristócratas del campo tenían una renta diferencial sobre la que construían sus lujosos castillos y decidió aclarar la cuestión en sus Principios de Economía; una 125 intelectual para su época. Aun así, se tardó casi treinta años en lograr que se abolieran las leyes de granos que los protegían. Introdujo de ese modo la teoría de la distribución, demostrando que los terratenientes acumulaban a costa de los demás.
Entonces llegó Marx denunciando que el populismo de Smith y de Ricardo no era suficiente para distribuir mejor las riquezas y que la acumulación volvía a quedar en manos de unos pocos. Ya no eran monopolios comerciales o grandes propietarios rurales, ahora se llamaban en su conjunto capitalistas y superpoblaban el mundo de pobres.
Pero todavía, para colmo de males, vino luego Keynes, que demostró que los vientres gordos de los ricos no llegaban a comerse todo lo producido. No podían seguir vendiendo y estalló la crisis: era el Estado el que debía intervenir creando la demanda necesaria para volver a acumular. Otro populista más y muy peligroso.
Todas esas ideas había que mandarlas al tacho de la basura si se quería mantener una distribución justa para los que acumulaban. Y por ese sendero cabalgó Von Hayek desde Suiza hasta Chicago, regado por el dinero de generosas fundaciones. Más aún, el mal mayor estaba ahora en Adam Smith. Demasiada libertad de mercado, lo que no servía a las multinacionales, no fuera a ser que esa libertad se metiera dentro de sus empresas. No señor, allí ejércitos de economistas y contadores planifican bien las ganancias; el que no debe planificar es el Estado, un monstruoso andamiaje que sólo sirve para apropiarse de los beneficios ajenos y repartirlos a los que no pueden planificar su futuro.
Los pobres músicos de la película Concierto, ex integrantes echados del Bolshoi por defender la libertad de expresión antes de la caída del “socialismo real” y no reincorporados luego, logran engañar a los burócratas que dirigen el nuevo Bolshoi, creando una orquesta propia para tocar y triunfar en París. Pero al final se advierte que si se llega a hacer una continuación de la película volverán a ser pobres y el director de orquesta regresará a limpiar las letrinas del teatro. La libertad del Mont Pelerin es verdadera para los magnates mafiosos que festejan bodas fastuosas. El “capitalismo real” y el “socialismo real” terminaron siendo dos caras de una misma moneda. Por eso, para que las cosas continúen así, no hay que dejar entrar más por la puerta de la academia a economistas populistas que la envilecen, si es que los enmarcamos en su época no como dogmas, se llamen Smith, Ricardo, Marx o Keynes.
* Economista e historiador.
PAGINA 12 - DOMINGO 24/04/11
http://www.pagina12.com.ar/diario/economia/2-166902-2011-04-24.html

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Considero sustancial el siguiente párrafo: “…Y entonces veo una película rusa-francesa que se llama Concierto y me alegra muchísimo saber que en el mundo donde reinaba el totalitarismo ahora todos son libres. Eso sí, muchos se mueren de hambre y ni siquiera pueden ejercer su profesión y deben limpiar letrinas, mientras otros organizan bodas gigantes para cientos de personas. Estos son los antiguos tecnócratas que se quedaron con la torta de la boda gracias a gente como Von Hayek: la propiedad es sagrada si uno consigue robarla a tiempo.
Cada vez nos resulta más claro; la cuestión no está en la dicotomía acumulación-distribución, sino en tener una idea más precisa de acumular para qué y distribuir para quién. Una cosa es acumular en beneficio de los que se quedan con los dividendos o los altos sueldos de las grandes empresas. O para que esos frutos del progreso técnico se derramen en las cañerías del lavado de dinero y la criminalidad; deterioren en forma salvaje la nave espacial en la que vivimos, o permitan armar unas cuantas guerras para lucrar con las vidas de otros. Eso no es populismo. Será porque se trata de una palabra que asocia a muchos y los que disfrutan de esta suerte de populismo son pocos…” (el resaltado me pertenece)
Ese es el quid de la cuestión. No hace mucho, al comentar una nota de Página 12, cite un fragmento del genial Jauretche, en el mes de enero de 2011, post titulado ‘LIBRE CAMBIO, LA SOCIEDAD RURAL Y LA DEPENDENCIA ECONÓMICA’ (Arturo Jauretche. ‘Manual de Zonceras Argentinas’ Ed. Corregidor -2010-. Pág. 176 y SS), cuya relectura recomiendo, porque con meridiana claridad, expone la conveniencia del liberalismo económico para las potencias desarrolladas, que han alcanzado ese estatus, gracias a una activa intervención del Estado. Y vuelvo a citar a Don Arturo: “…Pero un día la inteligencia alemana despertó. Mucho le debemos al pensamiento de un economista llamado Litz que teorizó en Alemania y también en Estados Unidos la necesidad de una economía nacional. El nos advirtió que el liberalismo de Adam Smith al propender la división internacional del trabajo y el libre cambio, lo que quería era aprovechar las momentáneas condiciones de superioridad que Inglaterra había logrado creando una industria y una marina, gracias a la protección aduanera y al Acta de Navegación. Y de él aprendimos que Adam Smith, el maestro del liberalismo, era un conquistador más peligroso que Napoleón. Fue cuando Alemania, conducida por el genio político de Bismarck, se unificó, construyó una economía nacional defendiéndose del libre cambio por la protección, subsidiando la producción industrial y la exportación, utilizando al Estado como promotor. En una palabra, organizando una política económica de país subdesarrollado que quiere pasar al frente. Gracias a esta política antiliberal Alemania pasó al frente y ha podido superar dos enormes derrotas en dos guerras y rehacerse de las dos…” (el resaltado me pertenece).
No estamos frente a una discusión ideológica pura, por el contrario, afrontamos una contienda por el ejercicio del poder. Por un lado, el capital concentrado; por el otro el Estado Nacional. Los primeros, en procura de la utilización del poder político para asegurar la rentabilidad indecorosa (y en muchos casos criminal) de sus negocios. El segundo, que debe erigirse como garante de la protección de sus ciudadanos, sobre todo, de aquellos más postergados, más débiles, frente a los avances, justamente, de las corporaciones económicas.
Así planteadas las cosas, el discurso de Vargas Llosa no es neutro, sino que claramente toma partido por las corporaciones económicas. Y la libertad política y económica que declama, en la práctica es libertad de los poderosos para subyugar a los más débiles (situación ante la cual –según esta concepción del mundo- el Estado debe permanecer pasivo, o mejor dicho, reprimir la sublevación de los marginados). Entonces, la consecuencia de aquel pensamiento, no es una sociedad más justa e igualitaria, sino por el contrario, una sociedad que expulsa, que margina, que excluye. Una sociedad hecha a medida de los grupos económicos de poder concentrado y un Estado represor, concebido en función de los intereses de las clases dominantes.
Un intelectual, debe hacerse cargo de las consecuencias prácticas de las doctrinas que pregona. No puede desentenderse de lo que sus ideas generan, y por ello, para Vargas Llosa no es dable pretender pasar como un defensor de la igualdad y dignidad humana (no creo que Ud. sea un ingenuo Sr. Vargas Llosa), cuando su pensamiento trae a las comunidades desigualdad, exclusión, marginación, violencia, pobreza, indignidad. Todo ello, sustrato necesario para los gobiernos reaccionarios, represores, que justamente, son los que implantan, pregonan y defienden, la libertad económica (noción del Estado Gendarme), bandera de las corporaciones económicas.
En síntesis, Sr. Vargas Llosa su pensamiento es deleznable. Y no creo que una persona pueda escindirse de lo que piensa.

sábado, 23 de abril de 2011

Vargas a la carga

Por Luis Bruschtein
Antes de los ‘80 se decía que los liberales en política eran intervencionistas en economía. Y al revés. Los liberales en economía eran autoritarios en política. Autoritarios quiere decir que en realidad fragoteaban todo el tiempo para dar golpes militares. Viene a cuento porque el discurso liberal épico del escritor Vargas Llosa pareciera desconocerlo. Los liberales argentinos fueron golpistas desde el ’30 en adelante. Se dieron casos ridículos porque un buen militar tiene que ser nacionalista. Pero cada vez que un militar “nacionalista” dio un golpe, puso a un ministro de Economía liberal. Los golpes militares tuvieron siempre un discurso anticorrupción y supuestamente nacionalista con fragor de botas y banderas, pero fueron liberales en economía.
Se decía que un liberal en economía tenía que ser irremediablemente autoritario en política porque las medidas económicas de libre mercado son esencialmente antipopulares, y se pensaba que solamente podían ser aplicables con represión y mano dura. Eso no estaba en discusión y así sucedía.
Por el contrario, se decía que un liberal en política era intervencionista en la economía –o sea, lo contrario al libre mercado– porque las fuerzas del mercado no son democráticas, ya que siguen otras reglas, como la ley del más fuerte –el que más tiene, más gana y tiene más capacidad para sobrevivir y eliminar al más débil– que es lo opuesto a la democracia, donde todos los votos tienen el mismo valor. El libre mercado no es democrático porque favorece al más fuerte. Entonces, para ser democrático en economía, había que intervenir a través del Estado para equilibrar fuerzas y derechos.
El liberalismo original, el de los textos clásicos que plantearon igualdad ante la ley y de oportunidades, surgió en oposición a las monarquías y de allí se construyó el costado épico de su discurso. Pero, ya en el siglo XX, la herramienta política del liberalismo económico no fueron los votos sino los golpes militares. El liberalismo que llega a la modernidad no es el de los carbonarios sino el de los países centrales y el de los grandes capitales, o sea el discurso de los poderosos, que en nuestros países se verificó en invasiones y dictaduras. Ningún golpe de Estado se hizo en nombre de las dictaduras. Por el contrario, se hicieron “para defender la libertad y la democracia”. Los dictadores se presentaban siempre como demócratas. Además no es casual que los que defienden a los militares de la dictadura en la Argentina sean, sobre todo, los sectores liberales. Cuanto más liberales en el discurso, más los defienden y muchos de ellos son amigos y tienen relaciones personales con los viejos represores. José Alfredo Martínez de Hoz no era populista. Por el contrario, era muy representativo del capital concentrado que se expresaba en términos de “defensa de la democracia”, e ideológicamente se definía como un gran liberal.
Queda demostrado que, por lo menos en la Argentina moderna, ese liberalismo no fue democrático. En todo caso fueron más democráticos los acusados de populistas, como Yrigoyen y Perón, porque ampliaron derechos ciudadanos, aunque para ello debieron afectar intereses económicos.
En la excelente entrevista que le hicieron Martín Granovsky y Silvina Friera, publicada ayer por Página/12, el escritor peruano se ataja y afirma que los que apoyaron dictaduras no son verdaderamente liberales, y que no tiene por qué hacerse cargo de lo que hicieron otras personas que se dicen liberales, aun cuando hayan sido referentes ideológicos suyos, como Milton Friedman o Friedrik von Hayek, que respaldaron calurosamente a la dictadura de Augusto Pinochet en Chile y formaron parte de la Sociedad Mont Pelerin que trajo a Vargas Llosa a la Argentina.
La pasión y energía que invirtió –según relata en esa entrevista– en desentrañar las contradicciones del discurso revolucionario que lo había seducido en los ’60, contrasta con el desinterés y hasta la pereza intelectual que muestra el escritor frente a esas contradicciones del discurso liberal en los países de América latina.
Desinterés y pereza, más que ceguera o ingenuidad, porque en cada reunión a la que asiste en la región está acompañado por dirigentes y personajes que son empresarios o asesores de grandes empresas devenidos en políticos, más que políticos con trayectorias que sobresalgan por sus desempeños democráticos y pensamientos profundos. Aquí en la Argentina, su principal anfitrión fue Mauricio Macri, un hombre que repite que prefiere la mano dura antes que la negociación o que estigmatiza los inmigrantes de los países vecinos.
Vargas Llosa afirmó que el populismo y la izquierda ganaron una batalla al conseguir que el término “liberal” sea tomado como una mala palabra. En realidad, la izquierda y el supuesto populismo no estaban para dar ninguna batalla en los años ’90. Fueron los mismos liberales los que lograron ese desmérito.
En los años ’80, con el comienzo de la globalización, los gobiernos militares ya no ofrecían seguridad jurídica para la desbordante liquidez mundial. A partir de allí, no hubo más golpes. Cuando estos supuestos liberales dejaron de buscarlos o apoyarlos, se acabaron los golpes en América latina. O si los hubo, fracasaron. Las nuevas herramientas para llevar adelante esas políticas económicas fueron la presión mediática, los golpes de mercado y, por supuesto, las poderosas consecuencias de un nuevo ordenamiento mundial con hegemonía unilateral norteamericana. En el caso de la Argentina, esas presiones doblegaron a los partidos tradicionales desde la segunda mitad del gobierno de Alfonsín, más los dos gobiernos de Carlos Menem y el gobierno de la Alianza. Fueron más de 15 años de neoliberalismo que culminaron con la mitad de la población por debajo de la línea de pobreza.
Pero la ola fue tan fuerte que, de la misma manera que en los años ’70 se habían reproducido como una plaga las dictaduras en la región, entre los ’80 y los ’90 se extendieron las experiencias neoliberales y en todos los países con los mismos resultados desastrosos. Pensadores populares que habían participado en el desarrollo de la Teoría de la Dependencia como el brasileño Fernando Henrique Cardoso se convirtieron al neoliberalismo y, en su caso, fue el presidente que aplicó esas teorías en Brasil. El peronismo en la Argentina, que había sido el gran muro de contención contra esas medidas, se dio vuelta con el menemismo y se convirtió en su herramienta política. Algunos gobiernos se cuidaron un poco más, Brasil no privatizó su petrolera estatal y en Chile tampoco lo hicieron con la empresa del cobre. En la Argentina, el menemismo vendió hasta la vajilla de la abuelita. En todos hubo una reacción en contra. En la Argentina, donde esas políticas habían sido salvajes, la crisis fue más profunda y la reacción popular, más violenta. Se equivoca Vargas Llosa: la izquierda o el supuesto populismo no tuvieron ningún mérito en la campaña por convertir al liberalismo en mala palabra. Fue todo obra de los mismos liberales, algunos de los cuales lo acompañan ahora cuando viene a darles charlas magistrales.
No existe liberal de izquierda, ni liberal progresista, y cuando hablan equívocamente de progreso o de cambio, siempre son cambios regresivos que favorecen al más fuerte. Cualquier desviación del libre mercado es considerada “colectivista”. Ni hablar de la distribución de la riqueza. En suma: para ser liberal hay que ser rico o, por lo menos, no hay que ser pobre. Esta expresión de un liberalismo donde prima lo que ellos llaman libertades económicas sobre los factores sociales, y donde el valor supremo es el de la propiedad, es más bien el neoliberalismo, una versión parcial y más cruda de los viejos ideales de los revolucionarios antimonárquicos que en su idealismo ponían por delante la igualdad ante la ley y la igualdad de oportunidades. Esta segunda parte del discurso de los viejos liberales no está muy considerada por quienes en la actualidad se asumen como sus discípulos, porque la única forma de que haya igualdad de oportunidades es a través de un Estado que regule los procesos económicos preservando una dinámica democrática.
Resulta simpático advertir que antes a los marxistas se les decía “materialistas” porque afirmaban que lo económico determinaba por sí sólo lo social y cultural. A los viejos liberales se les llamaba “idealistas” porque decían que las ideas determinaban todo lo demás. Pero estos nuevos liberales ya no son idealistas sino marxistas al revés: lo que prima es la economía, pero a favor de los poderosos.

jueves, 21 de abril de 2011

OPERACIONES

La resurrección de las ideologías

El Nobel de Literatura pasó “un día intelectual en el campo”. Disfrutó de un asado y hasta bailó un gato. De paso criticó el populismo y a Chávez. Aquí, dos miradas sobre cómo la derecha se adecua o aspira a recuperar el liderazgo en América latina.

 Por Atilio A. Boron *

La derecha y su fábrica de mentir

La cumbre de la ultraderecha mundial en Buenos Aires revela varias cosas. Por un lado, la creciente desesperación del imperialismo para “reordenar su tropa” y retomar el control de este continente. La heroica resistencia de Cuba, la solidez política de los procesos radicales en marcha en Venezuela, Bolivia y Ecuador y, por último, la persistencia de una orientación latinoamericanista e integracionista en Argentina, Brasil y Uruguay generan el desasosiego de los administradores imperiales. El resultado de la primera vuelta electoral en Perú y la probabilidad de un triunfo de Ollanta Humala es otro dolor de cabeza para la Casa Blanca. De ahí el hiperactivismo de los publicistas imperiales, con Mario Vargas Llosa como mascarón de proa acompañado por impresentables como José M. Aznar, derrotado en una ejemplar elección por mentirles descaradamente a los españoles sobre los atentados de Atocha, y Arnold Schwarzenegger, artífice de la paulatina destrucción del más importante sistema de universidades públicas de Estados Unidos, la Universidad de California.
La llegada a Argentina de este contingente financiado por poderosos “tanques de pensamiento” de la derecha radical como la Sociedad Mount Pelerin, el Instituto Cato, la Fundación Heritage y el Fondo Nacional para la Democracia con estrechas vinculaciones con los servicios de inteligencia de EE.UU. y un deshonroso activismo al servicio de las más criminales dictaduras latinoamericanas demuestra la agresiva internacionalización de la derecha, bajo la dirección de Washington, y la importancia que le dan a la “reconquista” de este continente.
Pero el evento también revela algo que ni siquiera el eximio manejo del lenguaje de Vargas Llosa o los artilugios retóricos de otro visitante, Fernando Savater, pueden disimular: que el neoliberalismo es una receta que sólo sirve para enriquecer a los ricos y empobrecer a los pobres. Ahí están para comprobarlo los casos ya no de América latina sino los de la rica Europa y EE.UU., claros ejemplos de la debacle a la que conducen las políticas neoliberales. En una medida sin precedentes la calificadora de riesgo Standard & Poor’s acaba de modificar la perspectiva de los títulos de la deuda estadounidense de “estable” a “negativa”. El neoliberalismo transformó a la superpotencia en una nación de pedigüeños que sobrevivirá mientras chinos, japoneses y surcoreanos estén dispuestos a prestarles dinero. La deuda pública de EE.UU. llegó a 47 mil dólares por habitante y a nivel global ya supera los 14 billones de dólares (es decir: 14 millones de millones), una cifra equivalente a su PBI, mientras que hace apenas 30 años oscilaba en torno del billón de dólares. ¡Todo un éxito de las políticas neoliberales! A su vez, la crisis europea que estalló en Grecia ya arrastra a Portugal, Irlanda; Italia y España están caminando al filo de la navaja, mientras Francia, Reino Unido y Alemania ven deteriorarse su situación día a día. Pero los ideólogos y publicistas neoliberales persisten en su prédica porque en el río revuelto de la crisis el gran capital financiero se fortalece a expensas de los millones que se declaran en bancarrota. Tres millones de deudores hipotecarios en default en EE.UU. no impidieron que los sueldos anuales de los principales CEOs de Wall Street regresaran a los niveles multimillonarios de antaño. En una palabra: nuestros ilustres visitantes no son otra cosa que una pandilla de embaucadores y publicistas que en su ideologismo barato hacen caso omiso de los datos que brotan de la experiencia.
Dado que los concurrentes al cónclave de Buenos Aires insisten tanto sobre las bondades del neoliberalismo para nuestra región es oportuno darle una ojeada a lo que piensan los latinoamericanos sobre las políticas neoliberales. La consultora Latinobarómetro releva todos los años las opiniones y actitudes políticas y sociales de la población en 18 países del área. Sus datos son tanto más pertinentes porque se trata de una empresa con un fuerte sesgo conservador y para nada sospechosa de ser crítica del neoliberalismo. En ediciones anteriores de su informe anual se le olvidó consignar que en 2002 había habido un golpe de Estado en Venezuela. Ahora, en su Informe 2010 se dice que en ese año en Ecuador “hubo un confuso incidente con las fuerzas policiales que fue calificado por algunos como ‘golpe’”. Dejamos a los lectores que extraigan las conclusiones por sí mismos. Pues bien: en ese mismo documento se pregunta a los entrevistados si creen que las privatizaciones han sido beneficiosas. Sería bueno que don Mario y sus amigos les peguen una miradita a estos datos porque en Latinoamérica en su conjunto sólo 36 por ciento contesta por la afirmativa. Y si se observan los datos para Perú apenas el 31 por ciento ofrece la misma respuesta, 34 por ciento en Chile y 30 por ciento en Argentina. Interrogados acerca de su satisfacción con los servicios públicos privatizados (otro de los caballitos de batalla del neoliberalismo) sólo un 30 por ciento de los latinoamericanos responde afirmativamente, 27 por ciento en Chile y Perú, y 30 por ciento en Argentina. Sobre la situación económica de sus países, el 27 por ciento de los entrevistados de Chile –casi uno de cada cuatro– dice que la misma es buena o muy buena, contra un 17 por ciento en Argentina (igual al promedio latinoamericano) y un escuálido 10 por ciento en el Perú de Alan García y su (ahora) admirador Vargas Llosa. Cuando se pregunta “cuán justa es la distribución de la riqueza”, el país con la mayor proporción de quienes dicen que es “justa o muy justa” es la tan vilipendiada –por los organizadores de esta maratón publicitaria– Venezuela bolivariana, con un 38 por ciento, contra un 14 en Perú y un 12 en Argentina y Chile, país al que nuestros visitantes nos sugieren imitar por sus logros económicos y sociales a pesar de que el 88 por ciento de la población entrevistada afirma que la actual distribución de la riqueza es injusta. Por cierto, un detalle nimio para los ideólogos de la derecha.
Podríamos seguir aportando cifras que revelan la profunda insatisfacción con los resultados de las políticas neoliberales en América latina. Claro está que esto no va a modificar la postura de nuestros visitantes. Tal como los teólogos medievales insistían en que la tierra era plana mientras contemplaban las esferas del Sol y la Luna, estos modernos publicistas de la reacción siguen haciendo su trabajo, impertérritos ante los datos de la experiencia. Su misión es propalar esas “mentiras que parezcan verdades”, para usar una incisiva frase del notable escritor e inescrupuloso publicista del imperio, que con su florida y precisa prosa se le ha encomendado la delicada misión de otorgarle credibilidad a una estafa que nuestros pueblos pagan con su dolor y, muy a menudo, con sus vidas.
* Politólogo.

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No me considero ni por asomo capacitado para comentar a Atilio Borón, pero sinceramente me parece demasiado auspicioso hablar de resurrección de ideologías cuando nos referimos de la derecha argentina. Más bien, desde mi humilde entender, son un rejuntado de impresentables, mercaderes, garcas y brutos. Si muy peligrosos, porque representan al poder concentrado más criminal, más autoritario, más espurio, que pretende tomar por asalto el Estado para hacer negocios, para seguir abultando sus cuentas a costa del hambre y la miseria del pueblo argentino (tal y como lo hizo en 1976).
No veo en la Argentina, desde mi inmensa ignorancia, una derecha inteligente que presente un programa político, o que debata ideas. Si veo hienas hambrientas y furibundas que se lanzan contra la Nación... Eso no es ideología, pienso. Eso más bien, son intereses corporativos de la mugre más despreciable...  

miércoles, 20 de abril de 2011

Y sin embargo (Joaquín Sabina)


De sobras sabes que eres la primera,
que no miento si juro que daría
por ti la vida entera,
por ti la vida entera;
y, sin embargo, un rato, cada día,
ya ves, te engañaría
con cualquiera,
te cambiaría por cualquiera.
Ni tan arrepentido ni encantado
de haberme conocido, lo confieso.
Tú que tanto has besado
tú que me has enseñado,
sabes mejor que yo que hasta los huesos
sólo calan los besos
que no has dado,
los labios del pecado.
Porque una casa sin ti es una emboscada,
el pasillo de un tren de madrugada,
un laberinto
sin luz ni vino tinto,
un velo de alquitrán en la mirada.
Y me envenenan los besos que voy dando
y, sin embargo, cuando
duermo sin ti contigo sueño,
y con todas si duermes a mi lado,
y si te vas me voy por los tejados
como un gato sin dueño
perdido en el pañuelo de amargura
que empaña sin mancharla tu hermosura.
No debería contarlo y, sin embargo,
cuando pido la llave de un hotel
y a media noche encargo
un buen champán francés
y cena con velitas para dos,
siempre es con otra, amor,
nunca contigo,
bien sabes lo que digo.
Porque una casa sin ti es una oficina,
un teléfono ardiendo en la cabina,
una palmera
en el museo de cera,
un éxodo de oscuras golondrinas.
Y cuando vuelves hay fiesta
en la cocina
y bailes sin orquesta
y ramos de rosas con espinas,
pero dos no es igual que uno más uno
y el lunes al café del desayuno
vuelve la guerra fría
y al cielo de tu boca el purgatorio
y al dormitorio
el pan de cada día.

A Propósito de los diarios...

“…No necesitaba que le dieran consejos, tenía ideas propias sobre lo debía ser un diario. Por supuesto, L’Espoir se vería obligado a tomar partido políticamente; pero con toda independencia. Si Enrique había conservado el diario, no era para hacer un pasquín igual a los de preguerra; en ese entonces, toda la prensa engañaba al público a golpes de autoridad; se había visto el resultado; privada de su oráculo cotidiano, la gente se había sentido completamente desorientada. Hoy, todo el mundo se entendía más o menos en lo esencial; basta ya de polémicas y de campañas partidarias: había que aprovechar para formar a los lectores en vez de rellenarles la cabeza. No dictarles opiniones sino enseñarles a juzgar por si mismos. No era tan sencillo; a menudo exigían respuestas; no había que darles una impresión de ignorancia, de duda, de incoherencia. Pero justamente a eso había que aspirar: a merecer su confianza, no a robarla…” (Los Mandarines. Simone De Beauvoir. Ed. Debolsillo. Pág. 28/29)

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Que lejos estamos de estos objetivos. A diario, las corporaciones mediáticas copan millones de cerebros con ideología disfrazada de noticia. El arte de la simulación, la canallada más espuria del fraude intelectual, el que vende propaganda doctrinaria por crónica diaria. Mercaderes de información, de mentes… formadores de opinión, embusteros… Apátridas inescrupulosos que pretenden tomar por asalto el Estado para consolidar sus negocios…

sábado, 16 de abril de 2011

DESPEDIDAS

Que difícil fue despedirse…
Fueron abrazos eternos, frases inconclusas, miradas desahuciadas, llamados que pretendía no tuvieran fin. Agradecimientos que buscaban prolongar la presencia, y mil y un “hasta pronto”, que inútilmente combatían la inminente ausencia. Silencios.
Personas de las que no me quiero despedir. Otras, respecto de las cuales no soporto si quiera la idea de estar lejos.
No puedo pensar que va a pasar mucho tiempo sin verte.
Hoy no tolero la distancia, no la quiero… me asfixia, me acorrala, me lastima.