domingo, 22 de mayo de 2011

Desencuentros...

“…Mis dedos estaban tan torpes que al arrancarla del sobre desgarré la hoja de papel amarillo donde iba a surgir milagrosamente la presencia emocionante de Lewis: la carta estaba escrita a máquina, era alegre, cariñosa y vacía, y durante un largo rato contemplé con estupor la firma que la sellaba, implacable como una lápida mortuoria. Por más que releyera mil veces esa página y la martirizara, no exprimiría ni una palabra nueva, ni una sonrisa, ni un beso; y podía volver a esperar: al cabo de mi espera no encontraría sino otra hoja de papel. Lewis había quedado en Chicago, seguía viviendo, vivía sin mí. Me acerqué a la ventana, miré el cielo de verano, los árboles dichosos, y comprendí que ahora solamente empezaba a sufrir. El mismo silencio; pero no había más esperanzas, siempre sería ese silencio ¿Cuándo nuestros cuerpos no se tocaban, cuando nuestras miradas no se mezclaban, qué había de común entre nosotros? Nuestros pasados se ignoraban, nuestros futuros se huían, a nuestro alrededor no se hablaba el mismo idioma, los relojes se burlaban de nosotros: aquí brillaba la mañana y era de noche en el cuarto de Chicago, ni siquiera podíamos darnos una cita en el cielo. No, de él a mi no existía ningún pasaje, salvo esos sollozos en mi garganta, y los reprimí […] Por las calles de París crucé cientos, miles de hombres que tenían como Lewis, dos brazos, dos piernas, pero nunca su rostro: es bárbaro cuántos hombres hay sobre la superficie de la tierra que no son Lewis; es bárbaro como hay de caminos que no conducen a sus brazos y de palabras de amor que no se dirigen a mí. En todas partes me rozaban promesas de dulzura, de felicidad, pero nunca esa ternura primaveral atravesaba mi piel […] Lo que Lewis me susurraba entre las líneas de sus cartas eran palabras fáciles de decir: “te espero, vuelve, soy tuyo”. Pero ¿cómo decir: estoy lejos, no volveré hasta de aquí mucho tiempo, pertenezco a otra vida? Como decirlo si yo quisiera que leyera: ¡te quiero! Él me llamaba, yo no podía llamarlo; yo no tenía nada que darle en cuanto le negaba mi presencia. Releí mi carta con vergüenza: como era de vacía; sin embargo, mi corazón estaba tan lleno, ¡y qué pobres promesas!: volveré; pero volveré dentro de mucho tiempo, y será para volver a irme…” (Los Mandarines. Simone De Beauvoir. Págs. 469 – 489)

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